A semejanza de Elizabeth Taylor o de Placido Domingo, Aretha Franklin forma parte de esta jet set internacional cuyo menor movimiento, sabiamente puesto en escena, hace soñar una gran parte de la humanidad. Entre envidia y admiración, los cronistas describen sus vestimentas extravagantes, detallan sus kilos superfluos y murmuran los últimos rumores, contribuyendo a perpetuar la imagen de una diva capriciosa, distante y solitaria. El contraste es aún más importante para la persona que llama a su puerta. Con los pies desnudos, con una camiseta como cualquier ama de casa de clase media, se dirige con toda naturalidad hacia la cocina y prepara café en la banalidad de un decorado vestido por el ruido de fondo de un soap opera en una televisión de gran pantalla. Entender el personaje de Aretha Louise Franklin pasa por el desciframiento de esta dualidad, por la búsqueda de esta familiaridad disimulada bajo el barniz oficial del personaje público. Esta ambigüedad es la prolongación de su herencia musical : detrás del orgullo altanero de la diva soul, favorecida por la espiritualidad intuitiva de su educación en la que se basa el gospel, se disimula la cantante de blues, historiadora de las mil y una humiliaciones de la América negra y de la vida cotidiana trágica de la mujer afroamericana. La hija del Reverendo Franklin — estrella del gospel y compañero de Martin Luther King — realizó la proeza de llegar a ser la abanderada de una generación entera, sin liberarse sin embargo de la herencia de Bessie Smith y Billie Holiday que hacía de ella la eterna víctima consentidora de predadores masculinos poco preocupados por sus ilusiones románticas. Una existencia a la vez trágica, sensual y espiritual que define perfectamente el género en el que reina desde hace casi cuarenta años : la música soul. Condicionada por un padre eclesiástico, hombre de negocios y mujeriego que le inculcó un respeto retrógrado de la jerarquía entre los sexos predicando al mismo tiempo la tolerancia racial, este icono del movimiento feminista del final de los años sesenta tuvo que sufrir el machismo del ghetto durante gran parte de su vida. Metida en el medio del espectáculo a los catorce años mientras iba a ser madre, estrella a los veinticinco años y reducida al papel de has been a los treinta y cinco años, supo subir la cuesta y acceder al estatuto de mito únicamente gracias a su creatividad. Apoyándose en los elementos concretos de su vida personal y profesional, lejos de todo voyeurismo, este retrato permite entender mejor sus motivaciones, comprender el desarrollo de su carrera y aclarar su obra. Al final, la figura que se desprende de este libro casi novelesco es la figura de una artista rara, mucho más allá de la riqueza de su éxito (Aretha sigue siendo hoy en día la cantante más premiada en los Estados Unidos y la cantante cuyos discos de corta duración se vendieron más, más que Madonna, Olivia Newton-John o Whitney Houston). Al exponer los detalles de su trayectoria en forma de línea quebrada, el autor revela la capacidad de resistencia de una artista a la vex tenaz y orgullosa, de una diva de la vida cotidiana, de una mujer hecha de sangre y de deseos que encuentra su verdadera pertinencia aparte de las lentejuelas. Este culto de la sencillez y de lo natural le permitió recibir, ya con la llegada de la gloria en 1967, el apodo natural woman.