La geometría de los grabados de Pierre Collin, con sus vaivenes, sus ángulos en picado, sus sombras proyectadas, es turbadora — incluso dramática, y eso desde sus comienzos en la Casa Velázquez de Madrid, a principios de los 80.
Sobre la placa de cobre, su mirada se vuelve fotográfica, fulgurante, como una pausa de imagen, lo opuesto a la minuciosidad habitual de los grabadores.
Su obra, mezcla de dibujo, pintura y grabado, expresa una vida cotidiana más bien tranquila, sin ser pintoresca : una granja, una playa o un conductor recorriendo una autopista monótona. El imaginario de Pierre Collin no es nada perturbador — pero tampoco nada reconfortante. Todo es una cuestión de equilibrio. En esa aparente quietud puede colarse el desasosiego, y en el aparente aburrimiento una profunda alegría.
En los grabados de Pierre Collin, las fronteras son visibles, las diagonales imprevisibles. Instantes fugitivos donde la mirada se pierde, ensueños donde se cruzan alucinaciones y recuerdos ; y esa manera subjetiva de comprometer siempre al espectador. Pierre Collin nos ofrece un enfoque moderno del ejercicio de la vanidad. Por asociación de imágenes o por un ensanchamiento extremo de nuestro campo de visión, encuentra en el punto muerto lo que la mente percibe, cuando la mirada se pierde. Esa línea psíquica, él la traza con nitidez, jugando con reflejos, ventanas, dípticos. La luz se pulveriza, dejando que a veces se instalen personajes que nos ven y que son vistos.